Mi
destino y el de Raúl Fernández Cobos (Oviedo, 1985) han sido
tangentes en más de un punto. Fuimos compañeros en la carrera de
Física, a los dos nos picó el gusanillo de la Cosmología, y la
casualidad hizo que ambos acabáramos formando parte del experimento QUIJOTE, él en Instituto de Física de Cantabria, donde sigue
trabajando, y yo en Tenerife. Pero nuestras afinidades van más allá
de lo académico: en los tiempos en que estudiábamos ya nos
confesamos mutuamente nuestras filias literarias, inclinadas hacia la
ciencia ficción por su parte (plasmadas en su incombustible blog,
Soñando con Marte), y a la perpetración de poesía por la mía. Los
adictos siempre buscan aliados en su enfermedad, así que un día le
presté un poemario de Luis Alberto de Cuenca. Sabía que de aquella
semilla algo había fructificado, porque años más tarde un congreso
nos reunió y (alcohol mediante) se atrevió a leerme algunos de sus
poemas. Poco después ganó el áccesit del Premio José Hierro en la
categoría de poesía con La noche en que murió Charlie (El
Desvelo Ediciones, 2014). Pero grande ha sido mi sorpresa al abrir su
nuevo poemario Areografía (Editorial I filo SOFÍA, 2016) y
descubrir que me señala como una de las culpables de despertar al
creador de versos que sin duda siempre hubo en él. Así que no puedo
evitar sentirme un poquito responsable de este hijo marciano de Raúl.
Son
muchas las cosas que he aprendido leyendo el libro de Raúl,
empezando por el mismo título: areografía es la geografía
de Marte. Una geografía con nombres inspiradores (Albor
Tholus, Kasei Vallis…) que le sirven de excusa para hablar del
ser humano, de ciencia e, inevitablemente, de sí mismo. Para conocer mejor qué encierra su particular paisaje marciano, nos ha
respondido a estas preguntas.
P.
En tu libro hablas de Marte como un paisaje que en el pasado (o un
tiempo inconcreto del que se habla en pasado) hubiera estado
habitado, y por una población no precisamente de bacterias, sino por
una sociedad con una gran carga simbólica, que guarda muchos
paralelismos con la especie humana. ¿Qué significa Marte para ti y
quiénes lo habitan?
R. En
realidad, he querido presentar aspectos marcianos y humanos
suficientemente semejantes como para que resulte fácil tender
puentes metafóricos entre ambas realidades, y a la vez,
suficientemente distantes como para generar un extrañamiento en el
lector. Ambas sociedades habitan un equilibrio precario. Los
marcianos de Areografía son un claro homenaje a Ray Bradbury y a la
vez un laboratorio de ensayo, un simulador de humanidades.
P. En un momento dices “las tierras, lejos de ser fijas, mostraban temperamento y eludían el arte cartográfico”, como si el planeta fuera en realidad un ser dotado de carácter. ¿Un guiño al Solaris de Lem?
R. Veremos
en el poemario que muchos pasajes se resisten al determinismo
interpretativo. Aunque sin duda está presente, la alusión al
organismo colectivo es solo una de las posibles lecturas —Marte
tiene una gran personalidad que se proyecta en casi todos los
poemas—. La cita que mencionas pretende ser un extracto de una
epopeya clásica en que se señala el carácter simbólico del
espacio como experiencia (marciana, en este caso); que los mapas son
sensibles, además de a una cartografía estrictamente física, a una
concepción del espacio sociológicamente determinada y propiciada
por los mitos.
P.
Todo el poemario destila cierta melancolía, presentando a Marte como
un paisaje para la nostalgia. La pérdida que lamenta es
interpretable de diversas maneras. Una puede ser que, a pesar de que
hay bastantes indicios de que en el pasado hubo agua líquida, soñar
con un Marte habitado tiene ya de hecho el encanto de lo anacrónico:
la ciencia nos ha dejado bastante claro que (a menos a día de hoy)
no vamos a encontrar allí a los famosos hombrecillos verdes. ¿Saber
demasiado de Marte nos ha privado del sueño de Marte, o ha
multiplicado nuestra capacidad de imaginarlo? ¿La ciencia roba
posibilidades a la imaginación?
R. Se
oye a menudo que la ciencia, en su acercamiento a una realidad
objetiva y material, acaba con el viejo espíritu romántico. Sin
embargo, no puedo estar de acuerdo con ello; creo básicamente que
lejos de apagarlo, el conocimiento científico actualiza este
romanticismo desplazándolo al panorama que se nos abre con nuevos
indicios y, sobre todo, preguntas. Tenemos sobrada capacidad
imaginativa como para adaptarnos a los nuevos escenarios, que además
constituyen un reto: todo un universo de posibilidades. En el caso de
Marte, los datos recogidos en las diferentes misiones espaciales nos
han permitido descender a sus lugares, acceder al tiempo marciano, a
la realidad histórica de sus procesos geológicos. En realidad,
lejos de privarnos de él, los avances científicos nos han abierto
un nuevo mundo, lo han vuelto más real.
P.
En el libro citas a grandes autores de ciencia ficción, como Kim
Stanley Robinson o Ray Bradbury, y algún guiño a Philip K. Dick.
Supongo que eres consciente de que para muchos la ciencia ficción es
una especie de “hija adolescente y rarita” de la literatura. ¿Qué
tendrías que decirles a aquellos que la consideran un género menor?
R. Que
le den una oportunidad. Tanto si buscan entretenimiento, como
profundidad, encontrarán títulos que se ajusten a sus preferencias.
Si no les gusta el espacio, no importa. La ciencia ficción es lo
suficientemente amplia como para ofrecer todo tipo de escenarios,
incluso realistas (más de lo que imaginamos). Lo bueno de este
género es que ofrece unas posibilidades inmensas para explorar en lo
humano, en lo de siempre, desde el contraste con lo nuevo. No voy a
negar que algunos clásicos del género ofrecen una pobre calidad
literaria, pero no es prescriptivo; algunas obras como “Crónicas
Marcianas”, “El invencible” o “Dune” son una delicia en
este sentido. Hasta Pedro Salinas firma una novela de ciencia
ficción. El género no está reñido para nada con la buena
literatura.
P.
Para muchos, el maridaje entre ciencia y poesía debe sonar a
quimera, o incluso a contradicción. Sin embargo, en las notas del
libro tú afirmas que “componer el poemario se asemeja a observar
el cielo”. ¿Qué le aporta tu formación científica a tu visión
del mundo en general, y a tu manera de escribir en particular?
R. Mi
impresión es que la formación científica condiciona drásticamente
nuestra concepción del mundo. Y no por favorecer una actitud
filosófica determinada sobre las otras, sino más bien por ese
acercamiento crítico que proporciona, por las herramientas que
brinda el método científico a la hora de valorar nuevos
planteamientos o elaborar opiniones formadas. Por supuesto, esta
influencia se traslada a aspectos clave de mi forma de escribir, como
las temáticas que abordo o las metáforas que adopto. En particular,
la que señalas pretende relacionar la actividad pasiva del
astrónomo, incapaz de recrear sus objetos de estudio en un
laboratorio —y, por ello, resignado a recoger lo que llega del
cielo—, con la recopilación de ideas e inspiraciones que dan lugar
a un poemario.
P.
Además de cosmólogo, escritor y poeta (redundancia que siempre me
ha resultado graciosa), eres licenciado en Antropología. Una
combinación que te convertiría en buen candidato a embajador de la
especie humana si estableciéramos contacto con una sociedad
alienígena. ¿Cuáles son para ti las características que retratan
a una civilización? ¿Qué es lo que más te interesaría
transmitirles a unos hipotéticos seres de otro mundo, y que
información considerarías fundamental conocer de ellos?
R. Es una pregunta muy difícil. Tal vez, en este contexto, uno de
los aspectos que más describen a una civilización es su actitud
ante el contacto cultural, y nuestro pasado no deja mucho margen al
optimismo. Asumir que podríamos comunicarnos con una especie
alienígena, acceder a su mentalidad, no es nada trivial. Al carecer
de ejemplos concretos, entramos en terreno resbaladizo. Pero sin
duda, sería maravilloso tratar de entender qué motivaciones los
mueven a vivir como quiera que vivan.
P.
Tus intereses me recuerdan al título de Oliver Sacks “Un
antropólogo en Marte”. Y, en realidad, un antropólogo es alguien
que estudia a sus semejantes como si fueran algo extraterrestres, un
sentimiento que todos albergamos en algún momento. ¿Qué es lo que
te produce más extrañeza del ser humano?
R. Efectivamente,
un antropólogo ha de promover cierto extrañamiento entre sus
posicionamientos culturales y los de la comunidad que se proponga
estudiar. Y viajar a Marte es una manera drástica de experimentar
este sentimiento. Una de las peculiaridades del ser humano (y tal
vez, de muchos otros seres vivos) que más llama mi atención es el
fenómeno de la consciencia, la capacidad de saberse en el mundo y
poder interaccionar con él; de imaginar, aunque sospecho que no del
todo aprehender, una época previa y otra futura en que la realidad
objetiva no le es accesible. El fenómeno es lo suficientemente
extraño como para merecer el calificativo alienígena.
P.
Decía Pessoa que “El binomio de Newton es tan bello como la Venus
de Milo”. Pero añadía que “hay poca gente que se de cuenta de
ello”. Tengo la impresión de que la ciencia es gran olvidada de la
cultura. Aunque los científicos parecen gozar de un aura de
prestigio, a la ciencia en sí se la ve como algo “misterioso” y
“complicado” que sirve a un supuesto “progreso”, no como una
forma de cultura que es bella y disfrutable por sí misma, como puede
serlo la poesía. Por eso la idea de tu poemario es tan genial. ¿Cómo
crees que se podría incorporar la ciencia a la comprensión global
de la cultura?
R. A
este nivel es muy importante la educación. Los niños son curiosos
por naturaleza, es necesario estimular este impulso y mostrarles que
las ciencias, lejos de ser la bestia negra del programa de estudios
que se les impone, son una herramienta fundamental para entender las
cosas que más les llaman la atención. Otro aspecto que creo que
debemos trabajar, además de en poner de manifiesto la utilidad
práctica de la investigación científica, es el de reivindicar el
valor del conocimiento en sí mismo. Transmitir que conocer es vivir,
es disponer de mayor número de recursos y llegar a ser un poco más
libres. Hacer a la gente partícipe del placer de descubrir por uno
mismo, aunque no se trate de nada innovador; de ser capaz de llegar a
la conclusión por sí mismo, sin que se la den prefabricada.
También
es necesario hacer un poco de autocrítica, en el sentido de que
muchas personas perciben la ciencia como una preponderancia
amenazadora debido a que no prestamos especial atención al discurso
que utilizamos a la hora de divulgar resultados científicos.
Deberíamos huir de fórmulas como “la ciencia dice” o “se ha
demostrado científicamente” para acercar a la audiencia la
problemática real en los términos en que se desenvuelve el método
científico, huyendo del estigma del dogmatismo.
P.
Hoy es el Día Internacional de la Poesía. ¿Alguna recomendación
para futuros adictos?
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