En un estudio
realizado en 2012 se pidió a 127 miembros de facultades de física,
química y biología de Estados Unidos que evaluaran el currículum
de un estudiante para una plaza de jefe de laboratorio. Se
dividió a los voluntarios en dos grupos y a todos se les distribuyó
exactamente la misma solicitud,
diferenciándose sólo en que el nombre del solicitante era distinto
para cada grupo. Sorprendentemente, el currículum presentado bajo
uno de los nombres fue valorado como más competente para el puesto.
No sólo eso, se le ofrecía más apoyo y recursos y el sueldo medio
que los evaluadores estaban dispuestos a ofrecerle era un 12%
superior. Quizás la sorpresa no sea tal si revelamos que el
currículum peor valorado se presentaba bajo el nombre de “Jennifer”,
mientras que el considerado más apto tenía la firma de “John”.
Este sesgo se daba tanto en los evaluadores mujeres como hombres.
En los últimos años el porcentaje de mujeres en España
matriculadas en la carrera de física se ha mantenido alrededor del 30%, y sobre un 25% en carreras técnicas. Estas desigualdades se incrementan a medida que ascendemos
en el escalafón académico, y además se
extienden a todas las áreas de conocimiento:
aproximadamente un 20% de las cátedras de las universidades españolas están ocupadas por mujeres, hay poco más de un 30% de investigadoras en el CSIC, y sólo un 25% de los investigadores principales de proyectos públicos son mujeres. Es el famoso “techo de cristal” que,
por cierto, se puede cuantificar. En astrofísica, según el
último informe de la Sociedad Española de Astronomía, aunque un 39% de las
tesis leídas en España son escritas por mujeres, sólo representan
un 24% del personal investigador estable. A nivel internacional, sólo un 17% de los miembros individuales de la Unión Astronómica Internacional son
mujeres. De los premios, mejor ni hablamos.
¿Por qué las mujeres
seguimos siendo rara avis
en ciertas áreas y niveles de la carrera
científica? En
los tiempos de astrónomas como Maria
Mitchell,
Henrietta Leavitt, o incluso la recientemente fallecida Vera Rubin, la respuesta era obvia. Pero como
mujer del siglo XXI, en mi (aún
breve)
trayectoria profesional
no puedo decir que haya sentido ninguna
discriminación explícita
(aunque, tristemente,
tampoco la ciencia está libre de la
lacra del acoso
y los
abusos de poder machistas),
y creo que la mayoría de mis compañeras dirían lo mismo. El
tema es complicado, y por eso este post es anormalmente largo
(sorry). El
experimento “John-Jennifer” nos da algunas pistas. Probablemente
la mayoría de evaluadores no eran
conscientes de su sesgo a la hora de evaluar a Jennifer. Y
es que nuestros enemigos invisibles (y por
tanto, más difíciles de combatir)
siguen siendo esos
estereotipos de género que nos comienzan a
imponer cuando
aún estamos en el horno y nuestros papás
ya están ansiosos por saber
si seremos nena o nene. Seguimos
sin querer
creernos que la naturaleza no reparte aptitudes, gustos
ni tareas en función de nuestros genitales
(a pesar de estar estos bastante alejados del cerebro). Como
afirmaba la propia Vera Rubin: “la igualdad es tan elusiva como la
materia oscura”. Sabemos
que debería estar ahí y, sin embargo, continuamos sin verla.
Uno de los clásicos con que nos encontramos cuando se habla de científicas son las referencias a su aspecto físico y su vida personal. A menudo estas últimas aluden a aquello a lo que han “renunciado” para llegar donde están, incluyendo conceptos como “maternidad”, “estabilidad” o “vida familiar”. Lo cierto es que la vida del investigador, propulsada por el discutible leitmotiv “publica o muere”, deja poco lugar a ser “otra cosa”, consista esta en ser madre, padre o músico de jazz, y esto ocurre sobre todo en las primeras etapas de la carrera investigadora, cuando la precariedad es una sombra constante sobre ti. Son pocas las mujeres que en esas condiciones pueden permitirse ser madres (y después, quizás ya sea tarde), y es que es innegable que durante al menos un año un bebé es una extensión de su progenitora. Lamentablemente, las instituciones y empresas continúan poniéndoles muy difíciles las cosas a esas mujeres y, para colmo, la corresponsabilidad en el ámbito doméstico sigue lejos de ser real. ¿Pero por qué acarreamos eternamente estos “defectos sociales”? Probablemente, el meollo está en que el concepto de “éxito” en nosotras sigue muy vinculado a la maternidad o la vida familiar y social, lo cual en sí mismo no es malo (yo diría que es sano), si no fuera porque es una concepción que no se extiende al otro sexo. Las consecuencias son que por un lado los conflictos asociados a la conciliación no terminan de abordarse eficazmente como los problemas familiares y sociales que son, sino que se miran de reojo como “problemas de mujeres”; y por otro, las expectativas de éxito profesional que se tienen sobre nosotras son mucho más bajas, aunque nuestras ambiciones sean en realidad similares a las de ellos. Aunque no hay fórmulas mágicas, quizás el verdadero cambio pase por entender que la igualdad funciona en ambos sentidos, lo que implica tanto alentar la ambición profesional de ellas, como fomentar en ellos una visión del éxito social que incluya sus facetas de padres, compañeros y cuidadores. Tal vez sea una idealista, pero sospecho que ese utópico equilibrio sería un alivio para todos. En fin. La realidad es que a día de hoy, siendo mujer, es fácil interiorizar un discurso de la “renuncia” que, implícitamente, contiene el mensaje de que por naturaleza tus aspiraciones no pertenecen a la carrera científica.
Estos estereotipos sobre
lo “esperable” en una mujer no
sólo orientan
de manera a las
niñas y jóvenes
hacia áreas donde creen que lo tendrán “más fácil” o donde se
las valorará mejor, sino que condicionan
la propia visión que tienen de sus capacidades. Estamos cansados
(cansadas) de escuchar que los niños son
mejores en matemáticas o geometría. ¿Pero es esto cierto, o
son en realidad mensajes como ese los que determinan
las cualidades que se alientan
en niños y niñas? En un estudio
realizado en Francia en 2009 a niños y niñas de entre 11 y 13 años,
en que se les pidió
copiar de memoria un dibujo geométrico, las niñas puntuaban mucho
peor en la prueba si se les decía que esta
era de “geometría” que si se les decía
que era de “dibujo”. En general a las mujeres no sólo nos consideran, sino que también nosotras mismas nos
consideramos menos capacitadas en ciencia y matemáticas, porque de
alguna manera nos han convencido de ello. Otro ejemplo son los
numerosos estudios que se han hecho sobre la mayor incidencia del
“síndrome del impostor” en mujeres, especialmente en ciencia.
Un estudio
publicado en Science afirmaba que carreras en las que
tradicionalmente se considera necesario
tener una “mente privilegiada”, como matemáticas,
física o filosofía, son menos propensas a
ser elegidas por mujeres. Aquí hay dos concepciones a eliminar: una,
que es menos probable que una mujer sea por
naturaleza brillante
en estos campos;
otra, que el éxito (y aun
habría que definir esta palabra) en ellos
depende sobre todo de la capacidad
intelectual innata,
más que del esfuerzo y la constancia.
En muchas disciplinas
como la paleoantropología,
la sociología,
la biología evolutiva o incluso la
medicina, ha
sido muy obvio que el androcentrismo dominante ha generado
perspectivas falseadas que
sólo han
empezado a
corregirse a
medida que más mujeres han realizado investigaciones en esos campos. Invisibilizar
o infravalorar el talento y el trabajo
de la mitad de la
población no sólo va en detrimento del avance del conocimiento,
también genera una falta de referentes que frena las vocaciones de
niñas en esos campos,
con lo que el fenómeno se retroalimenta. Aunque últimamente en el cine y la televisión se
está dando protagonismo a algunos personajes femeninos,
sigue habiendo entre la población un
vacío cultural de científicas con nombre propio.
¿Siguen la ciencia y la tecnología siendo cosas
de chicos? Por supuesto que no. Pero por desgracia en el imaginario colectivo
sí, y es un estereotipo
que no sólo perjudica a las profesionales
que tienen que enfrentar barreras
añadidas a la ya de
por sí maratoniana
carrera investigadora, sino también a las
niñas que aún están forjándose una vocación y
cuyo talento puede quedar oculto
si no se reconocen objetivamente
sus capacidades. El pasado 11 de febrero
fue el Día
Internacional de
la Mujer y la
Niña en Ciencia.
En el Instituto de Astrofísica de Canarias lo celebramos saliendo a
la calle, en una jornada en que el objetivo era visibilizar a las
astrónomas e ingenieras que trabajan en este centro. Una de mis
compañeras me contaba que, explicando a un grupo de niños y niñas
cómo identificar elementos químicos por
sus líneas espectrales con una lámpara,
los niños rápidamente gritaron “¡es de argón!”. Las niñas,
un poco escépticas ante la arrolladora
seguridad de sus compañeros, estudiaron
con cuidado los dibujos de los espectros y,
como dudando de sí mismas, dijeron: “pues parece neón...”.
Ellas tenían razón, y es que, citando
la escritora Fleur Jaeggy: “el saber no
sabe”. De lo
que no podemos dejar
que sigan dudando es que ellas,también y más que nunca, pueden ser científicas.
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Algunas de las trabajadoras del Instituto de Astrofísica de Canarias participantes en el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Crédito: Elena Mora (IAC) |
Para
saber más:
nice blog.
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